Hace muchos años, en la última época de la heroína, en los
alrededores de nuestra Plaza Mayor todavía quedaban algunas putas que ejercían el
oficio para conseguir el dinero con el que pagar sus dosis. Además del negocio
indicado, complementaban sus ingresos haciéndose al descuido con las carteras de los clientes, normalmente durante el
trabajo, que es cuando el cliente estaba a otra cosa, o en otras ocasiones más
afortunadas, si era posible, antes del mismo. Esto les reportaba los mismos
beneficios pero con menor esfuerzo porque, como el cliente ya no iba a poder
pagar la faena, ella se quedaba con el dinero y él con las ganas, que debían de
ser muchas viendo la clase de género con el que trataban.
Para esta labor (la del descuido, por supuesto) solían ayudarse
de algún conocido que compartía sus heroínicas adicciones, y que colaboraba con
el descuido o con alejarse con la
cartera lo antes posible para que la muchacha no pudiera ser acusada de
quedársela si el cliente notaba demasiado pronto la falta de peso y llamaba a
la policía.
Pero esta simbiosis se veía frecuentemente alterada cuando
una de las dos partes, generalmente el “amigo”, pasaba del mutualismo al
saprofitismo o incluso al parasitismo. Entonces la puta se enfadaba, empezaban
los gritos y se preparaba la tangana en plena calle hasta que alguien nos
llamaba para poner orden de modo momentáneo, que todos sabíamos que aquello se
iba a repetir más pronto que tarde.
Una de las putas habituales, la Susi, se había agenciado
como colaborador al Manolo, un hijoputa que sigue dando guerra después de 20
años y que no acaba de reventar. Esta pareja de conveniencia acababa de tener
una de esas discrepancias asociativas y había comenzado a sacudirse de lo lindo
y a armar un escándalo considerable en plena calle a medianoche. Cuando
llegamos al lugar de la trifulca y pudimos poner paz y silencio, Manolo y la
Susi quisieron denunciarse por los sopapos recibidos y por unos dineros que
faltaban. Manolo, demasiado bien conocido por nosotros, se pudo marchar a su
casa después de un cacheo superficial en el que no recuerdo que encontráramos
nada especial, pero la Susi no era tan conocida y hubo que llevarla a
identificar correctamente.
Además de la identificación, a la Susi había que cachearla y
no había mujeres para hacerlo hasta que llegara el turno de mañana. Eso suponía
un problema y una espera de unas seis horas pero, dada la condición de la Susi,
mi compañero, tras explicarle la situación y para ahorrarnos tiempo, le
preguntó que si tenía algún problema en mostrarnos sus intimidades para
comprobar que no llevaba nada ilegal o merecedor de escondite y la Susi accedió
levantándose la falda y mostrando sus carnes y su ropa interior a los
asombrados espectadores en que nos habíamos convertido. Nos dimos cuenta de
inmediato de que el abultamiento que se veía entre las piernas no era normal
para una mujer (y era mujer, no vayáis a pensar otra cosa) así que le pedimos
que sacara lo que había en el interior del paquete.
Ni corta ni perezosa, la Susi metió la mano en sus bajos comerciales
y sacó unas cuantas monedas. Repitió esta operación en varias ocasiones, hurgando
con la mano cada vez más profundamente y sacando más y más monedas de tal
manera que aquello, más que la hucha de la Susi, nos parecía la Ceca de Medina,
y nos hizo comprender la etimología de “acoñar” moneda.
Después había que hacer el recuento de las monedas pero, no
sé por qué extraña razón, parecía que las monedas nos iban a quemar y preferimos
pedirle a la Susi que las contara ella misma. Tras el recuento, y una vez
anotada la cantidad, le permitimos que las volviera a guardar, aunque esta vez
lo hizo en su bolso, aprovechando que es un lugar más cómodo y amplio y que
Manolo andaba lejos para arrebatárselas.
De este caso tan simple de mi trabajo me ha quedado un
trauma que perdura en el tiempo en mi vida cotidiana: desde aquella noche, cada
vez que voy a comprar el pan y me dan el cambio, lo primero que hago es
preguntarme dónde coño habrán estado esas monedas; y lo segundo, en cuanto
llego a casa, es lavarme las manos con abundante jabón.
Ahora sólo espero que mi pobre panadero no lea nunca este
blog, o empezará a cobrarnos sólo con tarjeta.