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sábado, 20 de febrero de 2016

LAS MONEDAS DEL PANADERO



    Hace muchos años, en la última época de la heroína, en los alrededores de nuestra Plaza Mayor todavía quedaban algunas putas que ejercían el oficio para conseguir el dinero con el que pagar sus dosis. Además del negocio indicado, complementaban sus ingresos haciéndose al descuido con las carteras de los clientes, normalmente durante el trabajo, que es cuando el cliente estaba a otra cosa, o en otras ocasiones más afortunadas, si era posible, antes del mismo. Esto les reportaba los mismos beneficios pero con menor esfuerzo porque, como el cliente ya no iba a poder pagar la faena, ella se quedaba con el dinero y él con las ganas, que debían de ser muchas viendo la clase de género con el que trataban.


    Para esta labor (la del descuido, por supuesto) solían ayudarse de algún conocido que compartía sus heroínicas adicciones, y que colaboraba con el descuido o con alejarse con la cartera lo antes posible para que la muchacha no pudiera ser acusada de quedársela si el cliente notaba demasiado pronto la falta de peso y llamaba a la policía.


    Pero esta simbiosis se veía frecuentemente alterada cuando una de las dos partes, generalmente el “amigo”, pasaba del mutualismo al saprofitismo o incluso al parasitismo. Entonces la puta se enfadaba, empezaban los gritos y se preparaba la tangana en plena calle hasta que alguien nos llamaba para poner orden de modo momentáneo, que todos sabíamos que aquello se iba a repetir más pronto que tarde.


    Una de las putas habituales, la Susi, se había agenciado como colaborador al Manolo, un hijoputa que sigue dando guerra después de 20 años y que no acaba de reventar. Esta pareja de conveniencia acababa de tener una de esas discrepancias asociativas y había comenzado a sacudirse de lo lindo y a armar un escándalo considerable en plena calle a medianoche. Cuando llegamos al lugar de la trifulca y pudimos poner paz y silencio, Manolo y la Susi quisieron denunciarse por los sopapos recibidos y por unos dineros que faltaban. Manolo, demasiado bien conocido por nosotros, se pudo marchar a su casa después de un cacheo superficial en el que no recuerdo que encontráramos nada especial, pero la Susi no era tan conocida y hubo que llevarla a identificar correctamente.

    Además de la identificación, a la Susi había que cachearla y no había mujeres para hacerlo hasta que llegara el turno de mañana. Eso suponía un problema y una espera de unas seis horas pero, dada la condición de la Susi, mi compañero, tras explicarle la situación y para ahorrarnos tiempo, le preguntó que si tenía algún problema en mostrarnos sus intimidades para comprobar que no llevaba nada ilegal o merecedor de escondite y la Susi accedió levantándose la falda y mostrando sus carnes y su ropa interior a los asombrados espectadores en que nos habíamos convertido. Nos dimos cuenta de inmediato de que el abultamiento que se veía entre las piernas no era normal para una mujer (y era mujer, no vayáis a pensar otra cosa) así que le pedimos que sacara lo que había en el interior del paquete.

     Ni corta ni perezosa, la Susi metió la mano en sus bajos comerciales y sacó unas cuantas monedas. Repitió esta operación en varias ocasiones, hurgando con la mano cada vez más profundamente y sacando más y más monedas de tal manera que aquello, más que la hucha de la Susi, nos parecía la Ceca de Medina, y nos hizo comprender la etimología de “acoñar” moneda.



    Después había que hacer el recuento de las monedas pero, no sé por qué extraña razón, parecía que las monedas nos iban a quemar y preferimos pedirle a la Susi que las contara ella misma. Tras el recuento, y una vez anotada la cantidad, le permitimos que las volviera a guardar, aunque esta vez lo hizo en su bolso, aprovechando que es un lugar más cómodo y amplio y que Manolo andaba lejos para arrebatárselas.

    De este caso tan simple de mi trabajo me ha quedado un trauma que perdura en el tiempo en mi vida cotidiana: desde aquella noche, cada vez que voy a comprar el pan y me dan el cambio, lo primero que hago es preguntarme dónde coño habrán estado esas monedas; y lo segundo, en cuanto llego a casa, es lavarme las manos con abundante jabón.



    Ahora sólo espero que mi pobre panadero no lea nunca este blog, o empezará a cobrarnos sólo con tarjeta.