Translate

jueves, 27 de octubre de 2016

La maestra y el café

  
¿Os acordáis de cuando aprendisteis a leer? Supongo que no. Erais muy pequeños y los recuerdos de aquella edad se desvanecen. Las letras parecen haber estado siempre ahí, con su significado, y no recordáis cuando no eran más que un conjunto de rayas y de figuras extrañas sin sentido. ¿Os acordáis de la maestra que os enseñó a leer? Porque seguro que era maestra y no maestro. “¿Es buena tu maestra?” os preguntaban los mayores y vosotros contestabais que sí, porque no conocíais otra cosa y no teníais razones para quejaros. ¿Os acordáis de los cuadernos de Rubio para hacer caligrafía? Yo les tenía un odio infantil: repetir, repetir, repetir el mismo trazo, la misma letra durante varios renglones era una tarea tediosa en la que no ponía el menor interés y que intentaba acabar cuanto antes con un resultado tan lamentable que hizo que la maestra me llamara “chapucero” en alguna ocasión. Hasta me lo escribió en letras rojas en la cartilla. Y así me ha ido con la letra, que no la entiendo ni yo mismo cuando la leo después de varias semanas y ya no recuerdo lo que escribí. Menos mal que alguien inventó esto de la máquina y el ordenador.

 



Pero ahora, a mis 49 años, tengo el privilegio de estar aprendiendo a leer otra vez siendo adulto (al menos físicamente) y eso me permite ir disfrutando del proceso del aprendizaje. Signos que antes no eran más que unas rayas informes van adquiriendo ese sentido que alguien les dio y van apareciendo sonidos: bbbbb, zzzzz, tttttt, aaaaa. Los garabatos se van convirtiendo en algo comprensible y pierden su calificativo de garabatos a medida que la repetición hace que su identificación sea más rápida hasta que finalmente ya no existe más como garabato, porque se ha convertido en letra. Luego se van uniendo los sonidos unos a otros con más o menos dificultad: zzzeee, bbbaaa, dddaaa; y por fin se unen en cadenas que forman palabras incipientes: zzeebbaaddaa. Pero sólo incipientes, porque el proceso de lectura requiere una mayor práctica para poder entender las palabras. Al principio hay que leer el sonido de la palabra completa y luego pasar a  asimilar lo leído: “zzeebbaaddaa; ya está: zebada”. La comprensión de estos garabatos, aparentemente informes, me resulta un hecho fascinante.

El siguiente paso es saber qué quiere decir la palabra. Esto parece una cuestión nimia, pero cuando se aprende a leer es cuando todavía no se conoce el idioma y hay cientos, miles de palabras desconocidas. Las leemos pero no las entendemos. Todo irá llegando. O eso espero.



Mi edad también me permite ser consciente de la bondad y la competencia de mi maestra actual, aunque sea por simple comparación con las anteriores. Tiene paciencia con mis errores y no se enfada si tiene que repetirme las cosas varias veces. Dice que soy buen alumno, se sorprende de mis progresos y me cuenta que a ella le costó bastante más tiempo que a mí. Incluso hace fotos de las palabras que escribo para enseñar a sus amigos de Facebook los progresos de su alumno: el único que tiene.


 Mi maestra se llama Hafsa y nació en Tetuán hace menos años que yo. Para ser sincero, bastantes menos. Estudió filosofía y varios idiomas antes de venir a Siberia a trabajar como camarera en un bar al que vamos bastantes compañeros a tomar un café para entrar en calor cuando hace frío. Y entre café y café me va enseñando las letras árabes: a leerlas y a dibujarlas. Y ha pedido a un primo suyo que me compre los cuadernos equivalentes a los de “Rubio” para que haga caligrafía y mi letra árabe sea mejor que la latina, cosa que no creo que sea muy difícil, porque mi letra latina ya parece árabe.


   


   
Siempre me ha atraído la cultura y la lengua árabe y no sé por qué. Tal vez es por mi aspecto físico, que me adjudicó el apodo de “el ayatolá” cuando hice la mili; tal vez es por mi trabajo, en el que tuvimos una larga temporada con magrebíes problemáticos a los que no había quien entendiera y aprovechaban para desahogarse con imprecaciones en árabe hacia nosotros. Hace años quise estudiarlo pero no encontré dónde y acabé matriculándome en italiano de pura casualidad, simplemente porque el horario me iba bien. En las clases de italiano encontré buenos amigos y, además, aprendí el idioma de Leonardo da Vinci, de Galileo y de Dante, que no es poco.

Un día, hablando con Hafsa mientras nos ponía un café, le conté mi historia con los idiomas y le faltó tiempo para coger papel y lápiz y empezar a garabatear. Se tomó la tarea con más ilusión que yo y, poco a poco, consiguió que me aprendiera el alifato (así se llama su abecedario) y me fue introduciendo en el idioma árabe. Y ahora ya no me queda más remedio que seguir y espero llegar a hablarlo lo suficiente como para entenderme en situaciones básicas.

HAFSA
 Y si no me sirve para eso, al menos espero que me sirva como ejercicio contra el abandono cognitivo: leer un código diferente supongo que hará trabajar nuevamente mi escaso y atrofiado cerebro y además, leerlo y escribirlo de derecha a izquierda implica una actividad psicomotriz a la que no estoy acostumbrado y que requiere una atención que, lamentablemente, ya no pongo en la rutinaria tarea de escribir de izquierda a derecha con el alfabeto latino. Algo sacaré positivo de la experiencia. Ya os iré contando.