¿Os acordáis de cuando aprendisteis a
leer? Supongo que no. Erais muy pequeños y los recuerdos de aquella edad se
desvanecen. Las letras parecen haber estado siempre ahí, con su significado, y
no recordáis cuando no eran más que un conjunto de rayas y de figuras extrañas
sin sentido. ¿Os acordáis de la maestra que os enseñó a leer? Porque seguro que
era maestra y no maestro. “¿Es buena tu
maestra?” os preguntaban los mayores y vosotros contestabais que sí, porque
no conocíais otra cosa y no teníais razones para quejaros. ¿Os acordáis de los
cuadernos de Rubio para hacer caligrafía? Yo les tenía un odio infantil:
repetir, repetir, repetir el mismo trazo, la misma letra durante varios
renglones era una tarea tediosa en la que no ponía el menor interés y que intentaba
acabar cuanto antes con un resultado tan lamentable que hizo que la maestra me
llamara “chapucero” en alguna ocasión. Hasta me lo escribió en letras rojas en
la cartilla. Y así me ha ido con la letra, que no la entiendo ni yo mismo
cuando la leo después de varias semanas y ya no recuerdo lo que escribí. Menos
mal que alguien inventó esto de la máquina y el ordenador.
Pero ahora, a mis 49 años, tengo el
privilegio de estar aprendiendo a leer otra vez siendo adulto (al menos
físicamente) y eso me permite ir disfrutando del proceso del aprendizaje.
Signos que antes no eran más que unas rayas informes van adquiriendo ese
sentido que alguien les dio y van apareciendo sonidos: bbbbb, zzzzz, tttttt,
aaaaa. Los garabatos se van convirtiendo en algo comprensible y pierden su
calificativo de garabatos a medida que la repetición hace que su identificación
sea más rápida hasta que finalmente ya no existe más como garabato, porque se
ha convertido en letra. Luego se van uniendo los sonidos unos a otros con más o
menos dificultad: zzzeee, bbbaaa, dddaaa; y por fin se unen en cadenas que
forman palabras incipientes: zzeebbaaddaa. Pero sólo incipientes, porque el
proceso de lectura requiere una mayor práctica para poder entender las
palabras. Al principio hay que leer el sonido de la palabra completa y luego
pasar a asimilar lo leído: “zzeebbaaddaa;
ya está: zebada”. La comprensión de estos garabatos, aparentemente informes, me
resulta un hecho fascinante.
El siguiente paso es saber qué quiere
decir la palabra. Esto parece una cuestión nimia, pero cuando se aprende a leer
es cuando todavía no se conoce el idioma y hay cientos, miles de palabras
desconocidas. Las leemos pero no las entendemos. Todo irá llegando. O eso
espero.
Mi edad también me permite ser
consciente de la bondad y la competencia de mi maestra actual, aunque sea por
simple comparación con las anteriores. Tiene paciencia con mis errores y no se
enfada si tiene que repetirme las cosas varias veces. Dice que soy buen alumno,
se sorprende de mis progresos y me cuenta que a ella le costó bastante más
tiempo que a mí. Incluso hace fotos de las palabras que escribo para enseñar a
sus amigos de Facebook los progresos de su alumno: el único que tiene.
Mi maestra se llama Hafsa y nació en
Tetuán hace menos años que yo. Para ser sincero, bastantes menos. Estudió
filosofía y varios idiomas antes de venir a Siberia a trabajar como camarera en
un bar al que vamos bastantes compañeros a tomar un café para entrar en calor
cuando hace frío. Y entre café y café me va enseñando las letras árabes: a
leerlas y a dibujarlas. Y ha pedido a un primo suyo que me compre los cuadernos
equivalentes a los de “Rubio” para que haga caligrafía y mi letra árabe sea
mejor que la latina, cosa que no creo que sea muy difícil, porque mi letra
latina ya parece árabe.
Siempre me ha atraído la cultura y la
lengua árabe y no sé por qué. Tal vez es por mi aspecto físico, que me adjudicó
el apodo de “el ayatolá” cuando hice la mili; tal vez es por mi trabajo, en el
que tuvimos una larga temporada con magrebíes problemáticos a los que no había
quien entendiera y aprovechaban para desahogarse con imprecaciones en árabe
hacia nosotros. Hace años quise estudiarlo pero no encontré dónde y acabé matriculándome
en italiano de pura casualidad, simplemente porque el horario me iba bien. En
las clases de italiano encontré buenos amigos y, además, aprendí el idioma de
Leonardo da Vinci, de Galileo y de Dante, que no es poco.
Un día, hablando con Hafsa mientras
nos ponía un café, le conté mi historia con los idiomas y le faltó tiempo para
coger papel y lápiz y empezar a garabatear. Se tomó la tarea con más ilusión
que yo y, poco a poco, consiguió que me aprendiera el alifato (así se llama su
abecedario) y me fue introduciendo en el idioma árabe. Y ahora ya no me queda
más remedio que seguir y espero llegar a hablarlo lo suficiente como para entenderme
en situaciones básicas.
HAFSA |
Y si no me sirve para eso, al menos
espero que me sirva como ejercicio contra el abandono cognitivo: leer un código
diferente supongo que hará trabajar nuevamente mi escaso y atrofiado cerebro y
además, leerlo y escribirlo de derecha a izquierda implica una actividad
psicomotriz a la que no estoy acostumbrado y que requiere una atención que,
lamentablemente, ya no pongo en la rutinaria tarea de escribir de izquierda a
derecha con el alfabeto latino. Algo sacaré positivo de la experiencia. Ya os
iré contando.